Redacción Exposición Mediática.- Cuando se era niño, hablar del cuco bastaba para que la obediencia se impusiera sin más argumentos. Aquel personaje mítico, invocado para corregir o apaciguar, era el instrumento de una autoridad que no siempre razonaba, pero que imponía respeto.
En la actualidad dominicana, algo similar sucede cada vez que un tema histórico, político o identitario toca la fibra sensible del ciudadano: basta pronunciar ciertos nombres, y el país entero se sobresalta, dividido entre quienes obedecen a la emoción y quienes intentan entender las razones.
Hoy, la palabra que ha despertado ese viejo reflejo es Peña Gómez.
El Congreso Nacional aprobó el proyecto de ley que renombra la Avenida Ecológica Profesor Juan Bosch como Avenida Doctor José Francisco Peña Gómez. El cambio, aunque aparentemente administrativo, ha reabierto una herida que nunca ha cerrado del todo: la de nuestra relación con el pasado, la memoria política y los prejuicios históricos que nos han definido más de lo que admitimos.
Entre la identidad y la política
José Francisco Peña Gómez fue mucho más que un dirigente político. Fue un símbolo complejo, un puente entre los márgenes sociales y la aspiración de una democracia incluyente. Nació en Mao, en 1937, hijo de padres haitianos, en los días en que la frontera dominicana aún temblaba por los ecos del “corte”, la masacre de haitianos ordenada por la dictadura de Trujillo.
Su infancia, marcada por el desarraigo y la adopción por parte de una pareja dominicana —Simón Pichardo y Andrea Rodríguez de Pichardo—, lo situó, sin pretenderlo, en el centro de una narrativa nacional atravesada por la xenofobia y la desigualdad.
Ese niño creció para convertirse en el líder carismático que marcaría la segunda mitad del siglo XX político dominicano. Desde su tribuna, Peña Gómez defendió la justicia social, el voto popular y la soberanía, pero también enfrentó ataques raciales y difamaciones personales.
Aun así, nunca negó su ascendencia ni renegó de su piel, como si comprendiera que su sola existencia representaba una lucha mayor: la de los que nacen en tierra de nadie, pero deciden pertenecer a todas.
El símbolo y su reinterpretación
Que el Congreso haya decidido sustituir el nombre de Juan Bosch por el de Peña Gómez en una vía importante del Gran Santo Domingo no es un acto menor. Ambos nombres representan visiones distintas del país y de la política. Bosch, el intelectual y presidente efímero que buscó institucionalizar la democracia; Peña, el líder de masas que hizo del verbo un instrumento de inclusión.
Por tanto, el debate no debería girar en torno a cuál nombre merece más, sino en cómo la nación administra su memoria sin convertirla en campo de batalla.
Quienes impulsan el cambio, mayoritariamente desde la bancada oficialista, lo hacen en nombre del reconocimiento histórico a Peña Gómez. Argumentan que su figura trasciende los límites partidarios y que su aporte a la consolidación democrática justifica el homenaje. Y es cierto: pocos líderes políticos han inspirado tanta pasión y entrega en las calles.
Pero también es cierto que renombrar una vía ya bautizada con otro símbolo de la historia nacional —en este caso, el profesor Juan Bosch— genera resistencia no por desprecio a Peña, sino por lo que el acto implica en el imaginario colectivo: sustituir una memoria por otra. En una nación donde las lealtades políticas se confunden con la identidad misma, ese gesto se interpreta más como rivalidad que como reconocimiento.
Cuando el homenaje se vuelve disputa
El problema, entonces, no está en el nombre que se coloca, sino en el que se quita. El ciudadano común observa el hecho como una pugna innecesaria, un pulso de poder entre los que pueden decidir y los que deben aceptar.
En esa lectura, el homenaje pierde pureza y se transforma en un acto político de conveniencia, más que en un tributo nacional.
El debate ha resurgido en redes sociales, en emisoras, en cafés, y en los pasillos del Congreso. Unos acusan al gobierno de aprovechar su mayoría legislativa para imponer una decisión simbólicamente provocadora; otros celebran la medida como un acto de justicia histórica hacia un hombre que fue marginado en vida y vilipendiado tras su muerte.
Pero el país no necesita héroes que se impongan unos a otros, sino símbolos que coexistan, que recuerden a los jóvenes que la historia dominicana no se escribe en blanco y negro, sino en una paleta de tonos complejos y complementarios.
La historia como espejo, no como espada
Es innegable que José Francisco Peña Gómez sufrió un racismo estructural que dejó cicatrices profundas en la conciencia colectiva. Sin embargo, usar su nombre como argumento político contemporáneo podría vaciarlo de su verdadero sentido. Lo que debe prevalecer es la enseñanza: que la República Dominicana aún tiene deudas pendientes con su propia diversidad.
La madurez de un país se mide no por cuántas estatuas levanta, sino por cómo convive con las que ya existen. Cambiar nombres no cambia realidades; construir puentes entre memorias, sí.
Por eso, el momento exige prudencia, pedagogía y empatía. No se trata de oponerse al reconocimiento de Peña Gómez, sino de garantizar que ese homenaje no borre otro legado, ni reactive divisiones que ya deberían estar superadas.
Una oportunidad para el consenso
Sería saludable que el Congreso, las academias y la sociedad civil aprovechen este debate para proponer un Pacto Nacional de Nombres y Memorias Públicas, que establezca criterios objetivos y participativos para designar espacios con nombres de figuras históricas.
No se trata de burocracia, sino de madurez cívica: que el reconocimiento no dependa del turno político, sino del consenso ciudadano.
Peña Gómez merece un homenaje a su altura, pero también Bosch lo merece. Ambos representan facetas indispensables del mismo país: el pensamiento y la acción, la palabra y la obra, la idea y la lucha.
De la pasión al propósito
En definitiva, el cambio de nombre de una avenida no debería convertirse en símbolo de división, sino en punto de reflexión.
El país necesita menos reacciones y más razones; menos ruido político y más responsabilidad histórica.
Porque los nombres que escribimos en nuestros mapas no son simples rótulos: son la declaración de quiénes decidimos ser como nación.
Hoy, mientras el país discute si la Ecológica debe llamarse Bosch o Peña Gómez, quizá la pregunta más honesta sería otra:
¿Cuándo aprenderemos a reconocer que todos somos parte del mismo relato, con luces y sombras, pero unidos por una historia que, para bien o para mal, nos pertenece a todos?
![]()

