Por Daniel Santana
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Hoy escuché a un periodista hablar de la “revolución de abril de 1965”. Y sentí la necesidad de responder. Porque no basta tener un micrófono para decir cualquier cosa. El título de periodista no da derecho a confundir a la gente ni a manipular la memoria de un pueblo.
Quien narra historia, aunque no lo diga, se convierte en historiador. Y para hacerlo se necesitan fundamentos, credibilidad y sustancia. Repetir frases de manual o lecturas parciales no es historia. La historia se vive, se documenta y se cuenta con la verdad.
Yo viví la revuelta social de abril de 1965. Tenía apenas 12 años, era un limpiabotas en el Parque Independencia. Con mi cajón en la mano fui testigo de lo que ocurrió, de ambos lados del conflicto: con los constitucionalistas de Caamaño y con los hombres de Wessin y Wessin y el CEFA. Desde la mirada de un niño trabajador, vi a un pueblo dividido, herido y en llamas.
Esa revuelta no nació de la nada. Venía gestándose desde 1962, cuando fue derrocado Juan Bosch. El malestar, las intrigas y la represión militar fueron encendiendo una mecha que tarde o temprano tenía que estallar. Y así fue.
Un año antes, en 1964, ocurrió un hecho clave del que poco se habla: la explosión del polvorín de Villa Duarte. Aquella noche, Santo Domingo entero tembló. Las explosiones parecían que desgarraban el cielo. Las llamas subían como lenguas de fuego que querían tocar las nubes. La gente corría despavorida, con las manos en la cabeza, clamando a Dios. Fue necesario trasladar de emergencia tanques y blindados. Muchos afirmaron —y yo también lo escuché— que no fue un accidente, sino un acto preparado para crear condiciones de desestabilización.
Cinco meses después, llegó abril de 1965. Y lo que estalló no fue una revolución, sino una revuelta popular. El Distrito Nacional se convirtió en el escenario principal, con algunos hechos en Santiago. El clamor era claro: “¡Constitución y Bosch!”. Era un reclamo legítimo, sí, pero no alcanzó nunca la magnitud ni la estructura de lo que en la historia universal se entiende como revolución.
Una revolución transforma estructuras de poder, cambia el rumbo de una nación, reorganiza la sociedad en nuevas bases. Lo de abril del 65 fue distinto: fue un levantamiento espontáneo, popular y urbano, que reflejaba el dolor de un pueblo, pero que no logró consolidarse como un proyecto de poder a largo plazo.
Por eso me causa indignación que desde los medios se insista en llamar “revolución” a lo que fue, en esencia, una revuelta. No se trata de restarle valor ni heroísmo a quienes lucharon, se trata de llamar las cosas por su nombre. Mentirle a las nuevas generaciones es traicionar la memoria de quienes lo vivimos.
Con apenas 12 años, siendo un mozalbete, comencé a tomar conciencia y me acerqué al mundo del clubismo y la izquierda. Recuerdo muy bien reuniones de Guarionex Lluveres, Papi Estrelkas, Manolín Jiménez y otros en el cine Arelis, en la avenida Venezuela esquina Presidente Vásquez, en el ensanche Ozama. Yo, con apenas 13 años, los observaba. Recuerdo incluso cómo se tejieron artimañas, como la supuesta gravedad de la madre de Joaquín Balaguer, para justificar su entrada al país. Así se preparó el escenario para la inauguración y lanzamiento del Partido Reformista. En efecto, trajeron a Balaguer con engaños, y sin mucho esfuerzo llegó al poder. Tenía yo 14 años, estudiante de la escuela Juan Bautista Zafra y militante del Flavio Suero, cuando vi con rabia cómo iniciaban 12 años de muerte, dolor y persecución bajo la sombra de las temidas bandas coloradas.
Y por eso afirmo con claridad: lo del 1965 no fue guerra, no fue revolución. Fue una revuelta popular. Y la historia debe escribirse con respeto, no con titulares fáciles ni discursos acomodados.