Por Marcos Sánchez

En la vida hay episodios que parecen, en apariencia, pequeños. Sin embargo, con el paso de los años revelan su verdadera dimensión: no fueron simples anécdotas, sino momentos fundacionales que determinaron amistades, destinos y legados.

Octubre de 1995 me marcó de esa manera. Ese mes vio la luz mi primer folleto educativo, un compendio gramatical en inglés de apenas cincuenta páginas, producto de la observación constante de inquietudes estudiantiles en mis años como profesor.

Lo que pocos saben es que, detrás de ese material que circuló en un instituto local y se convirtió en herramienta útil para centenares de jóvenes, hubo un detalle humano mucho más poderoso: una amistad nacida en circunstancias casuales que hoy, tres décadas después, sigue intacta.

El encuentro y la chispa

Conocí a Richard De La Cruz Suárez a mediados de los noventa, cuando la enseñanza del inglés en La Romana vivía un auge singular en centros como el recordado “La Nueva Era”.

Richard llegó a mí por recomendación de un colega y de inmediato surgió la conexión. Nos unían afinidades sencillas: la música, largas conversaciones y hasta los trayectos en su Volkswagen Jetta dorado, que se convirtieron en aula y confesionario.

Él buscaba mejorar su inglés para avanzar profesionalmente. Yo, en paralelo, llevaba años acumulando notas dispersas sobre estructuras gramaticales recurrentes en mis estudiantes. Dos caminos distintos, pero complementarios, terminaron cruzándose de la forma más inesperada.

La oportunidad irrepetible

Richard, en aquel entonces, estaba a punto de dejar su empleo en una zona franca local. “Tienes 22 días exactos para usar esta computadora”, me dijo un día, con la serenidad de quien ofrece lo que tiene sin esperar nada a cambio. Ese plazo coincidía con el tiempo que le restaba en su empresa antes de trasladarse a nuevas responsabilidades.

Lo que parecía un gesto simple se convirtió en un parteaguas. Aproveché cada jornada, entre clases y madrugadas, para transcribir y ordenar mis apuntes en formato digital. Terminé dos días antes del plazo. El folleto estaba listo. Richard, mientras tanto, daba un salto profesional que lo llevaría a un ascenso meteórico en el mundo de las finanzas.

En retrospectiva, aquel ofrecimiento de “22 días” fue más que el préstamo de una computadora: fue la prueba de que las oportunidades, por fugaces que parezcan, pueden transformarse en cimientos de proyectos duraderos si se capitalizan con disciplina.

La amistad que resiste al tiempo

Desde entonces, nuestras vidas siguieron caminos distintos: él, hacia la consolidación como estratega financiero de renombre; yo, hacia nuevas etapas en la comunicación y la literatura.

Pero la amistad nunca se quebró. Supimos darnos espacio, reencontrarnos en las agendas, celebrar los triunfos y acompañarnos en los desafíos.

Ese folleto —titulado “Compendio Práctico de la Gramatical del Idioma Inglés”— fue impreso en mil ejemplares en una imprenta local. Hoy apenas sobreviven 23 copias, halladas por casualidad entre revistas viejas, como cápsulas del tiempo que guardan no solo gramática, sino memorias de juventud, fe y gratitud.

El verdadero legado

Treinta años después, miro aquel folleto con ojos distintos. Ya no es únicamente una publicación académica ni un esfuerzo juvenil por ordenar reglas y ejemplos.

Es, sobre todo, el símbolo de una amistad sincera, de un acto desprendido y del valor de capitalizar el tiempo en beneficio de un propósito.

Richard no solo fue mi alumno. Fue el amigo que abrió una puerta sin calcular beneficios, recordándome que las relaciones humanas auténticas se miden en gestos de confianza y apoyo.

Hoy, mientras el calendario me recuerda que el próximo mes de octubre será el aniversario de aquel folleto, comprendo que la enseñanza más grande no está en las páginas impresas, sino en lo que representan: la certeza de que las oportunidades, si se aprovechan, se convierten en semillas de futuro; y que la amistad, cuando es honesta, resiste las décadas, los cambios y las distancias.

Valorar el tiempo, aprovechar los talentos que se nos dan y agradecer a quienes nos impulsan en silencio: esa es, quizá, la mejor lección que un folleto de 50 páginas y un gesto de 22 días podían dejarme para toda la vida.

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