Debate en La Romana: El desconcierto ciudadano ante la propuesta de cambiar los nombres de calles históricas

 

Un análisis editorial sobre el sentido de prioridad pública, la desconexión política y la memoria colectiva urbana.

Por Marcos Sánchez

Una propuesta legislativa local ha encendido el debate público en la provincia de La Romana. Dos diputados —pertenecientes a partidos distintos— presentaron ante la Cámara de Diputados una solicitud de proyecto de ley para modificar los nombres de varias calles históricas y emblemáticas de la ciudad, lo que ha desatado una ola de críticas en redes sociales y en foros comunitarios.

De acuerdo con el documento sometido, la calle Pedro A. Lluberes pasaría a denominarse Avenida Mella (en honor al patricio Ramón Matías Mella), la calle Fray Juan de Utrera cambiaría a calle Sánchez, en homenaje a Francisco del Rosario Sánchez, mientras la calle Rafael Abinader se convertiría en calle Pastor Ezequiel Molina y la calle Cundo Gil en calle Dr. Canela.

A primera vista, la intención parece responder a un afán de reivindicación histórica o reconocimiento nacionalista. Pero el contexto y la oportunidad han sido, cuanto menos, cuestionables. En una provincia que padece problemas estructurales de infraestructura, drenaje pluvial, desempleo, inseguridad y carencias hospitalarias, la decisión de someter un proyecto de esta naturaleza ha sido percibida como una distracción legislativa y, para muchos, una muestra de desconexión con la realidad ciudadana.

Una iniciativa fuera de tiempo

Lo que para los proponentes podría significar un gesto simbólico, para la población se ha traducido en una herida abierta a la memoria colectiva. No se trata solamente del cambio de nombres, sino del intento de modificar denominaciones que han sobrevivido más de ochenta años y forman parte del mapa emocional e histórico de la comunidad.

Pedro A. Lluberes y Fray Juan de Utrera, por ejemplo, son referentes urbanos que no sólo designan espacios físicos, sino recuerdos, vivencias y puntos de encuentro que delinean la identidad de generaciones enteras. La idea de rebautizarlas sin un consenso popular ni una justificación clara —más allá de una vaga intención de homenaje— ha generado incomodidad y rechazo.

En la era de la inmediatez digital, el pulso ciudadano no se hizo esperar: las redes sociales se convirtieron en el ágora moderna donde la ciudadanía expresó su indignación. Los comentarios coincidían en un mismo punto: ¿cómo es posible que, con tantos problemas pendientes, los legisladores dediquen tiempo y recursos a debatir un cambio de nombres de calles?

La memoria urbana como patrimonio invisible

En toda sociedad, el nombre de una calle no es un simple rótulo. Representa un testimonio silencioso de la historia local, un hilo invisible que conecta a los habitantes con su pasado y sus raíces. Cambiar un nombre es alterar una narrativa compartida.

Desde el punto de vista cultural, las denominaciones urbanas funcionan como cápsulas de memoria: evocan personajes, momentos, tradiciones y valores que han dado forma a una comunidad. En el caso de La Romana, una ciudad que ha construido su identidad sobre el trabajo, la migración, el béisbol y la industria azucarera, cada calle es una huella de su evolución y de sus luchas sociales.

Modificar arbitrariamente esos nombres, por más noble que sea el motivo alegado, puede ser interpretado como una forma de borrado simbólico, una especie de “reseteo” urbano que ignora el sentido de pertenencia que los ciudadanos han tejido durante décadas.

El ruido político en tiempos de urgencia social

Más allá del plano simbólico, este episodio refleja una tendencia preocupante: la pérdida de sentido de prioridad en la agenda política local. En un escenario donde la población demanda soluciones concretas —desde la reparación de calles hasta el fortalecimiento de servicios públicos básicos—, iniciativas como ésta acentúan la brecha entre representación y realidad.

La política, entendida como instrumento de servicio, debería canalizar los esfuerzos legislativos hacia necesidades tangibles y urgentes. La población no cuestiona el derecho de los diputados a proponer homenajes, sino la pertinencia y el momento. En la actualidad, con hospitales desbordados, sectores sin aceras ni contenes, y una juventud que clama por oportunidades, discutir sobre nombres de calles suena más a distracción que a acción.

Un espejo de la desconexión institucional

El caso de La Romana no es un hecho aislado. A lo largo de los años, se ha vuelto recurrente observar cómo ciertos funcionarios privilegian la apariencia simbólica sobre la gestión real. Cambiar un nombre, inaugurar un busto o convocar una vista pública suele resultar más rápido que enfrentar la raíz de los problemas.

Sin embargo, esa inclinación al gesto decorativo deja un vacío que la ciudadanía percibe con claridad. Y es que la gente no exige símbolos: exige coherencia.

En sociedades democráticas maduras, los actos simbólicos surgen como consecuencia de una política efectiva, no como sustitutos de ella.

El deber de recordar antes que renombrar

La memoria no se construye borrando. Se construye preservando, restaurando, enseñando y recordando.
Si el propósito de los diputados era rendir homenaje a figuras nacionales, existían múltiples vías más adecuadas: programas educativos, murales, plazas, cátedras culturales o jornadas conmemorativas. Ninguna de esas opciones entra en conflicto con el patrimonio urbano o con la identidad local.

En cambio, cambiar los nombres de calles históricas genera el efecto contrario: confunde, fragmenta y desarraiga. La población se siente ajena a decisiones que deberían ser colectivas. Es en esa falta de diálogo donde se fractura la confianza entre representantes y representados.

Síntesis: Una oportunidad para escuchar

La controversia en La Romana debe servir de lección y punto de inflexión. No basta con que los legisladores revisen su propuesta; es necesario que revisen su relación con la ciudadanía.

La democracia participativa exige que la voz del pueblo no sea un eco posterior, sino un componente previo de toda iniciativa pública.

Cambiar el nombre de una calle es alterar un símbolo; cambiar la manera de escuchar, en cambio, transforma un país y es en esa diferencia, donde se mide la madurez política de una nación.

 

El autor es articulista digital, director/fundador de Exposición Mediática, profesor bilingüe, locutor, escritor, actor y creativo.

Loading