Por Nelly Montas Gil
La República Dominicana es un país de paisajes impresionantes, gente creativa y alegre, y un potencial económico extraordinario. Sin embargo, a pesar de estas fortalezas, existe una debilidad estructural que ha hecho metástasis en todos los niveles del entramado social: la irresponsabilidad institucional y el pésimo servicio al cliente, tanto en el ámbito público como en el privado.
Esta realidad no es una percepción aislada ni exagerada. Es una verdad que se vive en cada trámite, en cada llamada sin respuesta, en cada oficina donde el cliente parece molestar más que merecer atención. Y esto ocurre, lamentablemente, en casi todas las instituciones del país. Como bien decía un gerente venezolano de zona franca, “República Dominicana es un país hermoso, pero su gran problema es que nadie da servicios”. Y tenía razón.
El rostro humano detrás del desastre
No se trata de estructuras abstractas, sino de personas. Hombres y mujeres que ocupan cargos públicos y privados y que han asumido, con una peligrosa normalidad, el rol de ser indiferentes. En lugar de servir, actúan como si el usuario o cliente les hiciera un favor por ir a sus oficinas o consumir sus productos. Se percibe una apatía generalizada, una falta de compromiso que se ha convertido en norma.
Peor aún, cuando se hace una comparación entre empresas privadas y públicas, lo que se observa es un espejo: las mismas malas prácticas, el mismo desdén por la calidad, la misma informalidad. Lo privado no es sinónimo de eficiencia, y lo público no es necesariamente lo peor: ambos se alimentan de la misma cultura de irresponsabilidad.
La raíz del problema: empresarios sin visión
Muchos de los llamados «empresarios dominicanos» no nacieron con una formación empresarial, sino que llegaron a ese rol casi por accidente. Hicieron dinero y decidieron montar un negocio, sin ninguna preparación sobre gestión humana, liderazgo, ni mucho menos sobre cultura de servicio. En consecuencia, en la mayoría de las empresas dominicanas, el personal ocupa el último lugar en la escala de prioridades, y esto se nota en los resultados.
En lugar de valorar el talento humano, lo ven como un mal necesario. El sueldo es bajo, el ambiente laboral es tóxico, y no existe ningún tipo de estímulo al compromiso. Luego, esos mismos empresarios se quejan de que no encuentran personal calificado, cuando ellos son los primeros en no ofrecer las condiciones adecuadas.
Este círculo vicioso ha creado una clase trabajadora apática, que no encuentra sentido en su labor porque no recibe reconocimiento ni respeto. Es un sistema que se autodestruye desde adentro: empresarios que no invierten en su gente y empleados que, en consecuencia, no tienen motivos para dar un buen servicio.
El servicio al cliente: una especie en peligro de extinción
En el día a día, se puede comprobar esta realidad: empleados que no saludan, que responden con desdén, que no saben los procesos, que están más pendientes del celular que del cliente. Peor aún, gerentes que no dan seguimiento, supervisores que no saben liderar, y propietarios que ni siquiera aparecen. El servicio de calidad en República Dominicana se puede contar con los dedos de una mano… y sobran dedos.
¿Dónde queda entonces la famosa “hospitalidad dominicana”? Parece que está reservada solo para el turismo, donde se obliga a mantener una sonrisa porque hay dólares en juego. Pero fuera de esa burbuja, en la cotidianidad de los dominicanos, el trato al cliente es lamentable.
El sector público: más de lo mismo
En las instituciones del Estado, la situación es igual o peor. La mayoría de los funcionarios fueron designados por compromisos políticos, sin evaluar si tienen capacidad o preparación para el cargo. Muchos están ahí por amiguismo, por favores, por relaciones personales o carnales, como bien se denuncia. Y cuando esto ocurre, la mediocridad se institucionaliza. Personas que no saben, que no quieren aprender, pero que toman decisiones, imponen normas y hasta maltratan al que realmente trabaja.
La falta de meritocracia ha destruido la confianza ciudadana en el Estado. En lugar de inspirar respeto y resolver problemas, las instituciones públicas se han convertido en cuevas de ineficiencia, donde el que más sabe es el que menos gana y el que más trabaja es el más explotado.
Las consecuencias están a la vista
Todo esto tiene un costo alto. Ya se está viendo: empresas con pérdidas porque no encuentran personal que quiera trabajar, instituciones desprestigiadas, ciudadanos frustrados, jóvenes desencantados. Y lo peor: una nación que va perdiendo su capacidad de crecer con equidad y sostenibilidad.
La culpa no es solo del sistema. Es de quienes lo dirigen. Empresarios que no entienden que el capital humano es el motor de toda empresa, funcionarios que creen que servir es rebajarse, y empleados que no se sienten parte de nada. Mientras no se cambie esa mentalidad, todo esfuerzo por mejorar será en vano.
¿Qué se puede hacer?
La solución no es mágica, pero sí posible. Se necesita una transformación cultural, un cambio radical de mentalidad:
•Formación empresarial real, donde los dueños de negocios entiendan que el éxito a largo plazo se construye con buenos equipos.
•Profesionalización del servicio público, eliminando el amiguismo y apostando por el mérito.
•Educación cívica desde las escuelas, que enseñe la importancia de servir con ética y responsabilidad.
•Campañas nacionales sobre cultura de servicio, impulsadas por los sectores público y privado.
•Leyes y normativas que premien al buen servidor y sancionen al negligente.
Conclusión
La República Dominicana no necesita más edificios, ni más inversión extranjera, ni más promesas políticas. Lo que necesita con urgencia es una revolución del servicio: gente que entienda que servir no es humillarse, sino construir país. Empresarios que valoren a sus empleados, funcionarios que respeten a los ciudadanos, y empleados que se sientan dignos en su trabajo. Hasta que eso no ocurra, el país seguirá atrapado en su gran contradicción: ser un paraíso con un infierno de servicios.