Inconsistencia Histórica: Frankenstein era el apellido del creador del monstruo, en cual nunca tuvo nombre

 

La autora fue precisa al respecto: la criatura no tiene nombre.

El doctor se refiere a su creación como “demonio”, “monstruo”, “engendro”, “abominación” o “cosa”, negándole así el primer derecho esencial de toda existencia: la identidad.

Redacción Exposición Mediática.- En 1818, una joven de apenas veinte años cambió para siempre la historia de la literatura. Su nombre era Mary Wollstonecraft Shelley, y su obra, Frankenstein; or, The Modern Prometheus, se transformó en una de las piezas más influyentes y reinterpretadas del pensamiento moderno.

No fue solo una novela gótica ni una historia de horror: fue una meditación filosófica sobre la creación, la ética del conocimiento y la fragilidad de la condición humana.

Más de dos siglos después, su eco continúa resonando con inquietante vigencia en la ciencia, la tecnología y la moral contemporánea.

Desde su título, Shelley no deja dudas sobre la intención profunda de su relato: el subtítulo “El moderno Prometeo” enlaza a su protagonista, Victor Frankenstein, con el mito del titán griego que desafió a los dioses al robar el fuego y entregarlo a los hombres, símbolo del conocimiento y de la civilización. Prometeo fue castigado por su osadía, condenado a sufrir eternamente por haber traspasado los límites divinos.

Frankenstein repite ese gesto de arrogancia: aspira a dominar el misterio supremo de la vida, desafía el orden natural y, como Prometeo, paga un precio devastador por su transgresión.

El creador, no la criatura

Uno de los errores más persistentes de la cultura popular es llamar “Frankenstein” a la criatura. Sin embargo, el nombre pertenece al creador, Victor Frankenstein, un joven científico suizo que, impulsado por una mezcla de genialidad y obsesión, logra dar vida a un ser hecho de fragmentos humanos. Mary Shelley fue precisa al respecto: la criatura no tiene nombre.

El doctor se refiere a su creación como “demonio”, “monstruo”, “engendro”, “abominación” o “cosa”, negándole así el primer derecho esencial de toda existencia: la identidad.

Esa omisión no es trivial; es el núcleo simbólico de la obra. Al negarle un nombre, Victor le niega la humanidad. En ese gesto, el creador revela tanto su arrogancia como su cobardía: logra imitar el poder de los dioses, pero no asume la responsabilidad moral de su acto. Su criatura no nace malvada; se vuelve monstruosa porque es repudiada. Lo que Shelley plantea es más que una fábula sobre la ciencia: es una parábola sobre la indiferencia y el abandono.

La ambición desmedida y la caída del hombre

En el corazón de Frankenstein late una advertencia contra la ambición sin límites. El impulso de Victor por “penetrar los secretos del cielo y la tierra” lo lleva a quebrantar las leyes naturales, movido por la ilusión de gloria y la sed de reconocimiento. Su búsqueda no responde a un deseo de progreso colectivo, sino a una ansia de poder individual.

Mary Shelley, hija del filósofo William Godwin y de la pionera feminista Mary Wollstonecraft, creció rodeada de ideas ilustradas sobre el conocimiento y la libertad, pero también sobre la responsabilidad ética del pensamiento.

Por eso su novela no celebra el avance científico per se, sino que advierte sobre los peligros del conocimiento despojado de empatía y de límites morales.

Victor Frankenstein encarna la figura del hombre moderno que pretende dominar la naturaleza con la razón, sin comprender que ese dominio, si no se acompaña de responsabilidad, conduce al desastre. La tragedia de su creación —y de sí mismo— es el resultado inevitable de haber confundido la grandeza intelectual con la omnipotencia moral.

Shelley no condena el acto de crear, sino la falta de responsabilidad del creador. La verdadera monstruosidad no reside en la criatura, sino en la ceguera ética de quien le dio vida.

Rechazo, alienación y venganza

La criatura de Frankenstein, abandonada por su creador y rechazada por la sociedad, simboliza al ser humano marginado por su diferencia. En su peregrinaje por el mundo, intenta comprender a los hombres, aprender su lenguaje, observar su modo de vida y aspirar a ser aceptado. Pero su apariencia grotesca lo condena al exilio permanente.

El rechazo repetido lo transforma, y la ternura inicial se convierte en furia. El monstruo, incomprendido, responde al odio con odio. Shelley expone aquí una verdad dolorosa: la maldad no es innata, sino consecuencia del desprecio y la soledad.

En un pasaje crucial, la criatura le dice a su creador:

Yo era bueno; la desgracia me hizo un demonio.”

Esa frase sintetiza la tragedia esencial de la novela: la humanidad que pudo ser y fue negada. Shelley convierte a su monstruo en espejo de una sociedad incapaz de ver más allá de la superficie. En ese sentido, la novela anticipa los dilemas contemporáneos de la exclusión, la intolerancia y el miedo al “otro”.

La criatura de Frankenstein, más que una figura del horror, es un símbolo universal del marginado que busca amor en un mundo que solo sabe temerle.

Identidad, moral y el espejo del ser

La pregunta que subyace en Frankenstein no es solo “¿puede el hombre crear vida?”, sino “qué lo convierte en humano”.
La criatura, a pesar de ser producto de una manipulación científica, desarrolla pensamiento, sensibilidad, lenguaje y conciencia moral.

Se pregunta por su origen, por el sentido de su existencia, por la injusticia de su dolor. En su búsqueda de identidad, se enfrenta a su propia contradicción: posee alma humana, pero cuerpo monstruoso.

Es, por tanto, una metáfora de la dualidad interior que habita en todo ser humano: la luz del pensamiento y la sombra del instinto.

Mary Shelley logra aquí un equilibrio admirable entre lo filosófico y lo poético. La novela invita a reflexionar sobre la naturaleza de la humanidad y la fragilidad de los valores éticos cuando el poder tecnológico avanza más rápido que la conciencia moral.

En ese aspecto, Frankenstein se anticipa en dos siglos al debate moderno sobre la inteligencia artificial, la clonación y la manipulación genética.

La criatura es, en esencia, el primer “ser artificial” de la literatura. Y la advertencia de Shelley permanece intacta: crear vida sin asumir su destino es un acto de irresponsabilidad suprema.

La soledad del creador y la condena del conocimiento

En los capítulos finales, Victor Frankenstein se convierte en una figura trágica, consumida por la culpa y el remordimiento. Su obsesión, que alguna vez fue su orgullo, se transforma en su castigo. Persigue a su criatura por los confines del mundo, no para redimirla, sino para destruirla.

Ambos, creador y creación, terminan reflejándose mutuamente: uno impulsado por el deseo de corregir su error, el otro por el deseo de ser reconocido. Shelley cierra su obra con un tono profundamente humano: no hay vencedores, solo ruinas morales.

La criatura desaparece en el hielo, prometiendo destruirse a sí misma, mientras su creador muere agotado.

El conocimiento, parece decirnos Shelley, no redime por sí solo; solo es virtud cuando está guiado por la compasión. La novela se convierte así en una elegía sobre la soledad del hombre moderno, atrapado entre la grandeza de su intelecto y la pequeñez de su empatía.

El mito de Prometeo y el fuego de la creación

El paralelismo con Prometeo no es accidental. En la mitología griega, Prometeo desafía a Zeus al entregar el fuego —símbolo del conocimiento— a los humanos. Por ello es encadenado a una roca, donde un águila devora su hígado cada día.

Shelley traduce esa metáfora al contexto científico y moral del siglo XIX: el fuego ya no es físico, sino intelectual. Es la chispa del saber, del poder de crear.

Frankenstein, como Prometeo, desafía los límites impuestos por la naturaleza o por los dioses. Pero a diferencia del titán, no lo hace en favor de la humanidad, sino movido por la vanidad personal.

Esa diferencia transforma el acto heroico en tragedia. Shelley, al subtitular su obra El moderno Prometeo, señala que la modernidad —con su fe ciega en el progreso y la razón— ha perdido el sentido ético del mito original.

Prometeo sufre por su sacrificio; Frankenstein sufre por su soberbia. Ambos, sin embargo, representan la tensión eterna entre la creación y el castigo, entre la luz del conocimiento y la sombra del exceso.

De la literatura gótica a la advertencia científica

Aunque Frankenstein surgió en el contexto del romanticismo y la literatura gótica, su alcance trasciende los géneros. Nació en una noche de tormenta en 1816, durante una reunión en la villa Diodati, a orillas del lago Lemán, en Suiza. Mary Shelley, junto a Percy Bysshe Shelley, Lord Byron y John Polidori, participó en un desafío literario que marcaría la historia: escribir una historia de terror.

De esa experiencia surgieron dos pilares de la imaginación moderna: El vampiro de Polidori y Frankenstein de Shelley. Pero mientras el primero derivó en el mito romántico del vampiro, Frankenstein inauguró una nueva preocupación: la del hombre enfrentado a las consecuencias de su propio ingenio.

Desde entonces, la criatura ha sido reinterpretada una y otra vez: como monstruo cinematográfico, como símbolo de la ciencia deshumanizada, como víctima del rechazo social, como metáfora de la creación artística o tecnológica.

Pero más allá de las adaptaciones, la esencia de la obra permanece: la advertencia sobre los límites de la ambición humana y la necesidad de acompañar el conocimiento con compasión.

Una obra inmortal en la conciencia moderna

Hoy, en pleno siglo XXI, Frankenstein conserva una actualidad perturbadora. En una era donde los algoritmos crean realidades, los laboratorios manipulan el ADN y las máquinas comienzan a replicar emociones humanas, la pregunta de Shelley sigue siendo la misma:

¿Hasta dónde puede llegar el creador sin perder su humanidad?

Victor Frankenstein, símbolo del científico moderno, encarna las tensiones que aún nos acompañan: el dilema ético de crear sin prever las consecuencias, la tentación de la grandeza individual frente a la responsabilidad colectiva, y la eterna búsqueda de reconocimiento en el acto de desafiar los límites.

La novela de Mary Shelley no pertenece al pasado; pertenece al presente continuo del pensamiento humano. Su fuerza no radica en el horror, sino en la verdad que revela: que el monstruo no está fuera, sino dentro de nosotros.

Y quizás ese sea el mayor logro de su autora: haber creado una historia donde el verdadero terror no proviene de la criatura, sino del espejo que nos obliga a sostener ante nuestros propios ojos.

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