Por Marcelino De la Cruz Nuñez

El tiempo, ese recurso tan abundante y escaso a la vez del que dispone el ser humano, nadie puede acumularlo, detenerlo o recuperarlo una vez lo ha dispendiado, regalado o perdido. Cuando podamos entender que la vida, aunque nos parezca larga, su brevedad no es mas que un leve destello cósmico, un paréntesis en la eternidad.

La brevedad del tiempo humano no solo puede ser apreciada desde la corta duración biológica, sino de la manera en que vivimos, disfrutándola entre sueños, deseos, proyectos o desperdiciándolo en vicios, mala vida y bajas pasiones.

El tiempo tiene una percepción subjetiva y nos obliga a elegir, priorizando aquello que consideramos esencial como: amar, crear, aprender, servir.

Una de las mayores lecciones que nos da el tiempo es que no se puede almacenar aquel que no hemos usado. Dejar las cosas para mañana es el engaño mas común.

La brevedad de la vida resulta evidente cuando miramos atrás y descubrimos que todo lo que nos parecía mucho tiempo, ya paso

La vida humana siempre ha estado marcada por una paradoja fundamental: mientras vivimos, sentimos que el tiempo es abundante, pero cuando miramos hacia atrás descubrimos que ha pasado como un soplo. Esta tensión entre la ilusión de permanencia y la realidad fugaz de la existencia ha sido tema de filósofos, poetas y moralistas desde la Antigüedad hasta hoy.

Muchos pasan su vida esperando: esperando el fin de semana, esperando vacaciones, esperando jubilarse. Posponen el disfrute y la plenitud para un futuro que, en no pocos casos, nunca llega. La brevedad de la vida se vuelve trágica cuando descubrimos que hemos vivido siempre “en preparación”, sin darnos permiso para habitar el presente.

Entre todos los bienes que poseemos, el tiempo es el único que no admite compensación, devolución ni compra. Se puede recuperar una fortuna perdida, sanar relaciones dañadas o reconstruir reputaciones, pero ni el poder, ni la riqueza, ni la inteligencia pueden devolver un solo instante.

Séneca, en su célebre obra De brevitate vitae, advertía que la vida “no es corta, sino que nosotros la hacemos corta”. No se refería al paso inevitable de los años, sino al uso que damos a nuestros días: las distracciones, la preocupación por cosas sin valor, la prisa constante, los placeres mecánicos y la incapacidad de detenernos para vivir con conciencia.

Vivir no es simplemente existir, decía.

A menudo confundimos existencia con vida. Existir es respirar, trabajar, cumplir rutinas y dejarse llevar por la corriente del día a día. Vivir, en cambio, implica deliberación, presencia y sentido.

El gran desperdicio: la dispersión. Hoy día la modernidad ha multiplicado las formas de dispersión. El tiempo se diluye en notificaciones, tareas simultáneas, responsabilidades que se acumulan y una sensación de urgencia permanente. Esta fragmentación del tiempo impide la profundidad: leer sin prisa, conversar con atención, contemplar, pensar, descansar, apreciar aquellas cosas sencillas de la vida, aquellas que no se dejan poseer y sin embargo son las más valiosas, como el viento, como la lluvia, el canto de las aves, el sol.

El contexto en que existimos nos da la impresión de que tenemos una vida vivida en superficie, frugal e insustancial, una existencia fragmentaria que nos deja la impresión de haber hecho mucho, pero vivido poco.

Según DEEPAK CHOPRA en su memorable obra The Seven Spiritual Laws of Success (las siete leyes espirituales del éxito), pagina 37, señalaba “ Somos viajeros en un viaje cósmico: polvo de estrellas girando y danzando en los remolinos y torbellinos del infinito. La vida es eterna, pero las expresiones de vida son efímeras, momentáneas y transitorias. Una vida es como un destello de relámpago en el cielo, que pasa veloz como un torrente que desciende por una montaña empinada. Nos hemos detenido un instante para encontrarnos, para conocernos, para amarnos, para compartir. Es un momento precioso, pero transitorio, es un pequeño paréntesis en la eternidad”.

Pensar en la brevedad de la vida no debe generar angustia, sino lucidez. La finitud es la maestra que nos recuerda las prioridades: quiénes somos, qué queremos, qué merece nuestro tiempo y qué no. El ser humano solo empieza a vivir plenamente cuando comprende que su tiempo es limitado.

Esa comprensión permite:

• Valorar más los vínculos reales.
• Elegir lo que se desea y rechazar lo que estorba.
• Encontrar sentido en el servicio, la creación y el crecimiento personal.
• Liberarse del miedo al juicio ajeno.

y en este contexto vemos la muerte, entendida no como tragedia sino como límite, pues conviene a los vivos un perpetuo recuerdo de la tumba, pues morir habremos.

La vida se acorta cuando la entregamos al ruido exterior. Recuperar el dominio, la interioridad, ese espacio íntimo donde uno se reconcilia consigo mismo es esencial para no dejar que los días se escapen sin memoria. El ocio, la contemplación, la lectura, la reflexión y el silencio son aliados para expandir el tiempo interior, ese tiempo que no se mide en horas sino en profundidad vivida.

Si la vida es breve, el reto es claro: vivirla con intención, vocación y devocion. No se trata de llenar cada minuto de actividad, sino de dotar de sentido cada uno de los momentos que elegimos vivir y las cosas que decidimos hacer.

La brevedad no está en los años que vivimos, sino en la falta de conciencia con que transcurren.

Al final, la vida no se mide por su duración cronológica, sino por su densidad. Un día vivido con presencia vale más que un año consumido mecánicamente.

Y como dijo MILAN CUNDERA en su obra la insoportable levedad del ser “ que puede ser la vida, si el primer intento es ya la vida misma”.

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