Perú En La Encrucijada: El fin del ciclo de Boluarte y la fragilidad institucional de una república fatigada

 

Redacción Exposición Mediática.- La historia política del Perú parece haberse convertido en una sucesión incesante de episodios de destituciones, crisis y reemplazos presidenciales.

La reciente renuncia de Dina Boluarte, tras una votación abrumadora del Congreso que la declaró con “incapacidad moral permanente”, no representa un hecho aislado, sino la confirmación de un patrón que ya se ha vuelto estructural: el de un Estado que, atrapado entre la desconfianza ciudadana y la parálisis institucional, repite un ciclo de inestabilidad que erosiona el sentido mismo de la democracia representativa.

Con 122 votos a favor de un total de 130 parlamentarios, el pleno del Congreso peruano aprobó la destitución inmediata de Boluarte, argumentando su “incapacidad moral” para conducir el país en medio de una creciente ola de criminalidad, corrupción y pérdida de gobernabilidad.

Su salida, que ocurre tras una gestión marcada por la impopularidad y la confrontación, abre paso a José Jerí, del partido derechista Somos Perú, quien se convierte en el séptimo presidente del país desde 2016. Una cifra que, por sí sola, ilustra el colapso de la estabilidad política en el Perú contemporáneo.

La caída de Dina Boluarte: el desenlace de un mandato sin base social

Dina Boluarte llegó al poder en diciembre de 2022 tras la destitución y detención de Pedro Castillo, de quien había sido vicepresidenta. Su llegada al cargo estuvo marcada por el estigma de la ilegitimidad ante amplios sectores de la población, que la percibían como heredera de un proceso político fallido y distante de las demandas populares que habían llevado a Castillo al poder.

Durante sus casi dos años de mandato, Boluarte enfrentó múltiples frentes de conflicto: protestas sociales en regiones del sur andino, cuestionamientos por la represión de manifestaciones, deterioro de los servicios públicos, incremento de la criminalidad y una relación tirante con el Congreso, que se convirtió en un campo de batalla entre facciones fragmentadas.

Su gobierno fue un intento por sostener una institucionalidad descompuesta con los mismos elementos que la habían corroído: la improvisación, la falta de legitimidad y la desconfianza mutua entre poderes del Estado. A ello se sumó el peso de la crisis económica global, el alza en el costo de vida y la percepción generalizada de que el gobierno había perdido el control territorial y político del país.

La criminalidad como catalizador del colapso político

El detonante final de la destitución fue el auge de la criminalidad. Perú ha experimentado, en los últimos años, un aumento dramático de los delitos violentos, el narcotráfico y la penetración del crimen organizado en estructuras locales del poder político.
La inseguridad se convirtió en la principal preocupación ciudadana y, paradójicamente, en el símbolo más visible de un Estado incapaz de garantizar lo básico: la seguridad pública.

La narrativa de la “incapacidad moral” —concepto ambiguo pero recurrente en la política peruana— fue empleada por el Congreso como argumento formal, aunque detrás de ella se esconde una realidad más compleja: la pérdida total de confianza en la figura presidencial como eje de estabilidad. Dina Boluarte, al igual que sus predecesores, fue víctima y producto de un sistema en el que los gobiernos se desgastan antes de consolidarse.

José Jerí y el desafío de gobernar un país ingobernable

La llegada de José Jerí, representante de Somos Perú, marca un nuevo intento de recomposición institucional. Sin embargo, su ascenso no está exento de incertidumbre. Jerí asume el poder en un contexto de fractura nacional, con una población extenuada por la inestabilidad, un Congreso desprestigiado y un aparato estatal desarticulado.

Con una carrera política discreta, Jerí había ganado notoriedad dentro del Parlamento como figura conciliadora, pero su perfil tecnocrático y su limitada estructura partidaria le colocan en una posición frágil frente a las múltiples presiones que caracterizan la arena política peruana.

La pregunta que surge, inevitablemente, es cuánto tiempo podrá sostenerse antes de que la inercia del sistema vuelva a arrastrarlo.

Un patrón de inestabilidad: siete presidentes en menos de una década

Desde 2016, el Perú ha vivido una rotación presidencial sin precedentes:

Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018), renunció tras acusaciones de corrupción.

Martín Vizcarra (2018-2020), destituido por “incapacidad moral”.

Manuel Merino (noviembre 2020), obligado a renunciar tras protestas masivas.

Francisco Sagasti (2020-2021), designado como figura de transición.

Pedro Castillo (2021-2022), destituido tras intentar disolver el Congreso.

Dina Boluarte (2022-2025), destituida por “incapacidad moral” ante la crisis de seguridad.

José Jerí (2025- ), actual mandatario interino.

Cada cambio de mando ha profundizado la percepción de que el sistema peruano se encuentra atrapado en un bucle de descomposición política. El uso reiterado de la causal de “incapacidad moral” refleja una disfuncionalidad estructural que transforma la figura presidencial en un puesto provisional, sin estabilidad ni respaldo social.

La erosión de la legitimidad democrática

La crisis peruana no puede entenderse únicamente como una suma de errores individuales. Responde a un proceso más profundo: la pérdida de legitimidad de las instituciones y la desafección ciudadana hacia la política. Según diversos estudios, más del 80% de los peruanos desconfía del Congreso, y más del 70% considera que ningún partido político representa sus intereses.

En este escenario, la democracia se mantiene en pie más como una formalidad que como una convicción colectiva. La sucesión constante de gobiernos interinos y la manipulación política de las normas constitucionales han debilitado la noción misma de soberanía popular. El resultado es un país donde el voto no garantiza estabilidad ni esperanza, sino apenas el inicio de una nueva incertidumbre.

Perú y el espejo latinoamericano

El caso peruano, aunque extremo, no es ajeno al patrón que se observa en otras democracias latinoamericanas: fragmentación partidaria, populismo, corrupción y creciente militarización del discurso político.

Lo que diferencia al Perú es la velocidad con que sus instituciones se desgastan y reemplazan, sin tiempo para la reconstrucción o el consenso.

La región observa con atención este nuevo episodio. Los organismos internacionales han reiterado llamados al diálogo, pero la solución real parece depender de algo que trasciende las figuras presidenciales: la reconfiguración del pacto social entre Estado y ciudadanía. Sin ese componente, ningún líder —por carismático o preparado que sea— podrá sostener una gobernabilidad duradera.

La fatiga de un pueblo y el dilema de la esperanza

La destitución de Dina Boluarte no cierra un capítulo; apenas abre otro en la prolongada historia de crisis que acompaña al Perú del siglo XXI. El país enfrenta un dilema estructural: reconstruir la confianza institucional o resignarse a una democracia de relevo permanente.

José Jerí asume el cargo con la promesa de restaurar el orden y encauzar un proceso de reformas, pero lo hace sobre un terreno minado de desconfianza y escepticismo.

En el fondo, lo que se juega en el Perú no es solo el futuro de un gobierno, sino la supervivencia de una democracia fatigada que, tras una década de turbulencias, parece haber olvidado el sentido mismo de la estabilidad.

El desafío no será únicamente gobernar, sino volver a convencer a los ciudadanos de que aún vale la pena creer en la política.

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