Surgen diversos «artistas» en YouTube con canciones explícitas en estilo Nueva Ola de la década de 1960

 

Redacción Exposición Mediática.- La cultura digital contemporánea no deja de sorprendernos con fenómenos que en cuestión de días se convierten en tema de conversación global.

Hace apenas dos semanas, comenzaron a multiplicarse en YouTube canales de música que aparentan rescatar un estilo sonoro evocador de la llamada Nueva Ola de los años sesenta: guitarras ligeras, melodías simples y coros pegajosos. Sin embargo, la aparente inocencia de aquella estética retro se ve súbitamente fracturada por la crudeza de sus letras: textos explícitos sobre encuentros sexuales, expresados sin pudor ni metáfora.

Lo que a primera vista parece un revival con tintes humorísticos, en realidad encierra algo más inquietante: la constatación de que estos artistas no existen, ni tampoco sus supuestos álbumes o trayectorias.

Todo apunta a un mismo origen: inteligencia artificial generativa, programada para producir composiciones “a la carta”, fusionando estilos musicales del pasado con temáticas que apelan al límite de lo prohibido.

Y, como si se tratara de un experimento social, una de estas producciones, cuyo contenido aduce a una invitación por parte de una fémina a sostener sexo anal. ya supera el millón y medio de reproducciones, con cientos de comentarios celebrando el atrevimiento, la ironía o, simplemente, el morbo.

El fenómeno abre la puerta a preguntas de calado antropológico:

• ¿Por qué lo prohibido seduce tanto a las audiencias?

•¿Por qué los mismos sectores que suelen erigirse en guardianes de la moral terminan consumiendo, aunque sea en secreto, aquello que públicamente condenan?

Y más aún:

¿Qué revela este episodio sobre nuestra relación contemporánea con la música, la tecnología y la censura?

La fascinación de lo prohibido: raíces antropológicas

Desde tiempos remotos, lo prohibido ejerce un magnetismo sobre la psique humana. En las sociedades tradicionales, los tabúes no solo delimitaban las conductas aceptadas, sino que también despertaban una curiosidad inevitable en torno a lo vedado.

Lo que no podía hacerse o decirse se convertía, automáticamente, en un objeto de deseo o en un relato transmitido en secreto.

En este sentido, los canales musicales actuales —aunque impulsados por la IA— no hacen más que actualizar una pulsión ancestral: el placer de transgredir.

Lo obsceno, lo vulgar, lo chocante, se convierte en un gesto simbólico de resistencia, aunque sea ficticia.

Cuando los algoritmos crean canciones que parecen extraídas de un festival de los sesenta pero con un contenido lírico que ninguna radio habría transmitido en aquella época, lo que se produce es un cortocircuito cultural: la estética de la inocencia yuxtapuesta con la verbalización explícita de la sexualidad.

Los antropólogos han descrito este fenómeno como la paradoja del tabú: aquello que una sociedad reprime con mayor intensidad es, precisamente, lo que más intensamente despierta interés en su seno.

Y las plataformas digitales, con su capacidad para medir en tiempo real el alcance de un contenido, no hacen sino amplificar la evidencia de este mecanismo.

El doble rostro del consumidor contemporáneo

Quizá lo más llamativo de este fenómeno no sea tanto la existencia de la música artificial obscena, sino la reacción de las audiencias.

Los comentarios en YouTube, lejos de ser de indignación generalizada, oscilan entre la risa, la complicidad y la celebración del atrevimiento.

Sin embargo, en paralelo, emergen voces que denuncian la vulgaridad y la degradación cultural.

El doble rostro se manifiesta aquí con claridad: la sociedad contemporánea censura lo que simultáneamente consume. Es la misma lógica que observamos en los debates sobre pornografía, literatura erótica o incluso reality shows de contenido frívolo: lo que públicamente se critica como decadente o banal, en privado se sigue con fervor.

La contradicción entre el discurso moralizante y la práctica íntima se ha convertido en un rasgo característico del consumo cultural digital.

El psicoanálisis lo describiría como una “economía de la represión”: se condena en la esfera pública lo que se disfruta en secreto, como mecanismo de compensación.

A su vez, la antropología cultural lo explica en términos de performatividad social: el individuo se suma a la condena colectiva porque ello refuerza su identidad dentro del grupo, pero no necesariamente refleja sus verdaderos hábitos de consumo.

Música artificial, autenticidad y cultura del simulacro

Otro aspecto relevante del fenómeno es su origen artificial. No estamos ante cantautores que, en un arranque de provocación, decidieron subvertir la tradición melódica de los sesenta con letras explícitas.

Estamos ante un producto que no tiene autor en sentido clásico: es el resultado de instrucciones dadas a un modelo de inteligencia artificial.

La paradoja es que, pese a carecer de autenticidad biográfica o artística, estas canciones logran mover a las masas y provocar debates acalorados.

Jean Baudrillard, filósofo del posmodernismo, hablaría aquí de simulacro: lo que consumimos ya no es la realidad en sí, sino su imitación, su representación digital, capaz de generar efectos tan potentes como —o incluso más que— la experiencia original.

Que un millón y medio de personas escuchen y comenten canciones fabricadas por algoritmos cuestiona radicalmente nuestra noción de lo que entendemos por música popular.

¿Importa la “verdad” del artista, su biografía, su sufrimiento, su contexto social? O, por el contrario, ¿lo único relevante es que el producto final entretenga, provoque y despierte conversación?

Lo obsceno como espejo social

La obscenidad, en este contexto, funciona como un espejo que devuelve a la sociedad su propia ambivalencia.

Al reírse de letras explícitas disfrazadas de baladas sesenteras, el público participa de un juego de complicidad: se sabe que aquello es exagerado, vulgar, casi caricaturesco, y sin embargo se celebra.

Lo inquietante es que detrás de la risa se esconde un indicio: la normalización progresiva de lo que antes era innombrable. Al trasladar al terreno de la parodia lo sexual explícito, se corre el riesgo de trivializarlo hasta el punto de vaciarlo de contenido crítico.

En lugar de abrir un debate sobre las representaciones de la sexualidad en la cultura, lo que se genera es una risa compartida que anestesia cualquier reflexión de fondo.

La función catártica del escándalo

No es la primera vez que la música cumple esta función. En los sesenta, canciones como Louie Louie fueron acusadas de esconder mensajes obscenos; en los ochenta, el rap y el punk fueron señalados como vehículos de vulgaridad y violencia; en los noventa, el reguetón inicial fue demonizado por sus letras explícitas.

Hoy, con la irrupción de la inteligencia artificial, asistimos a una nueva vuelta de tuerca: la obscenidad ya no necesita de artistas humanos, basta con el ingenio de un algoritmo.

El escándalo cumple aquí una función catártica: permite a la sociedad debatir sobre sus límites, sobre qué se considera aceptable o intolerable.

Pero, como ocurre con todo escándalo, lo que parece prohibido en la superficie termina, tarde o temprano, integrándose en la corriente principal de la cultura popular.

¿Un síntoma de la cultura digital?

En última instancia, lo que este fenómeno revela es una tendencia más amplia: la cultura digital se alimenta de la paradoja.

Los usuarios buscan aquello que incomoda, que provoca, que transgrede, y lo convierten en consumo masivo.

Lo obsceno ya no necesita clandestinidad: basta disfrazarlo de retro, de parodia o de experimento artístico para que se vuelva “compartible”.

Así, los canales de música artificial con estética de los sesenta y letras obscenas no son un accidente anecdótico, sino un síntoma. Reflejan la tensión constante entre prohibición y deseo, censura y consumo, moral y placer.

Reflejan, también, la facilidad con la que la inteligencia artificial puede detectar esas grietas en nuestra psique cultural y explotarlas con precisión quirúrgica.

Epílogo: El juego eterno del tabú

Al final, la pregunta no es si estas canciones tienen valor artístico en sí mismas —probablemente no lo tengan—, sino qué nos dicen de nosotros como sociedad.

Y lo que revelan es incómodo: que seguimos siendo atraídos por lo que prohibimos; que nos escandalizamos de lo mismo que, en privado, buscamos; y que en la era digital, donde todo queda registrado en cifras de visitas y reproducciones, el tabú se ha convertido en combustible para el entretenimiento.

Quizá lo verdaderamente inquietante no sea que existan baladas falsas de los sesenta con letras obscenas generadas por IA, sino que logren en tan poco tiempo millones de escuchas.

Es la evidencia de que lo prohibido no solo sigue seduciendo, sino que, en la cultura contemporánea, se ha convertido en la materia prima más rentable de todas.

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