Silbato policial Rothco 10356 estilo GI. (Imagen ilustrativa como referencia. Producto no relacionado con el contexto de la publicación).

Redacción Exposición Mediática.- 

La noticia estalló con la rapidez de un sonido agudo que corta el aire: la Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre (Digesett) había convocado una licitación para la adquisición de 2,894 pitos por un monto de RD$5,634,618 pesos. La cifra, al traducirse en el imaginario popular, generó un eco inmediato de indignación y burla.

No era necesario ser un experto en contrataciones públicas ni en logística de suministros para advertir que algo parecía desproporcionado.

Al fin y al cabo, ¿qué puede haber detrás de un simple silbato para justificar semejante gasto?

Lo ocurrido no es un hecho aislado ni mucho menos anecdótico. Es el espejo de un fenómeno recurrente en la administración pública dominicana: el choque entre la letra de la ley y la percepción ciudadana; entre las necesidades legítimas de los organismos del Estado y la suspicacia justificada de una población acostumbrada a que los recursos públicos no siempre se manejen con la transparencia debida.

El órgano rector y su papel

En este escenario surge con fuerza la Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP), el organismo rector que supervisa el sistema de compras del Estado dominicano. Su función es garantizar que todo proceso de adquisición cumpla con los principios de eficiencia, equidad, libre competencia, publicidad y, sobre todo, transparencia.

El caso de los pitos se convirtió en una especie de examen público para la DGCP. Y la institución respondió con la medida que le corresponde: suspender de oficio el procedimiento de compra, alegando la ausencia de estudios previos en el Sistema Electrónico de Contrataciones Públicas (SECP), requisito obligatorio conforme lo establece el Decreto 416-23.

Ese movimiento, más que un acto burocrático, fue un recordatorio del porqué existe la DGCP. La suspensión cautelar evitó que un proceso cuestionado continuara su curso sin las garantías mínimas. No obstante, también abrió un debate sobre la necesidad de fortalecer aún más la cultura de compras públicas en un país donde cada peso del erario proviene del esfuerzo colectivo.

La explicación oficial

Frente al clamor popular, el vocero de la Digesett, coronel Rafael Tejeda Baldera, defendió la licitación alegando criterios técnicos y sanitarios:

No se trata de un simple pito, sino de un kit compuesto por tres piezas: el silbato de acero inoxidable, el porta pito y la cadena tipo serpiente con enganche resistente.

Se requieren especificaciones de calidad: resistencia al sol, al agua, al polvo y a la exposición prolongada a la saliva del agente.

Los silbatos deben alcanzar un rango sonoro entre 90 y 100 decibeles, incorporar la marca institucional y un distintivo anaranjado de la Digesett.

El argumento, aunque plausible desde el punto de vista técnico, no disipó la suspicacia. Para la ciudadanía, la magnitud del gasto seguía resultando excesiva.

La pregunta se repetía en las calles y en las redes sociales: ¿cómo puede un silbato, incluso con acero inoxidable y sello institucional, costar tanto?

Entre la legalidad y la legitimidad

El debate no se centra únicamente en la legalidad del proceso. El vocero fue enfático al recordar que se trataba de una licitación ajustada a la Ley 340-06 sobre Compras y Contrataciones. Pero la legalidad, por sí sola, no siempre basta. Está la otra dimensión: la legitimidad ante los ojos de la sociedad.

Cuando un proceso de adquisición pública despierta risas, memes, indignación o incredulidad, ya no importa tanto si cumple con cada párrafo de la norma; lo que importa es la erosión de confianza en las instituciones. Y ese es un capital mucho más difícil de recuperar que cualquier presupuesto suspendido.

La exageración como símbolo

Un silbato no es solo un objeto sonoro. En este caso, se transformó en símbolo. Símbolo de la tensión entre burocracia y sentido común, entre la explicación técnica y la intuición ciudadana.

Valorar un silbido en 5.6 millones de pesos se convirtió en una metáfora del desencuentro entre gobernantes y gobernados.

El caso pone de manifiesto lo mucho que falta por recorrer en materia de pedagogía institucional. Explicar un proceso de compra con lenguaje técnico puede ser suficiente para un expediente administrativo, pero resulta insuficiente para una ciudadanía cada vez más informada y exigente.

La importancia del escrutinio ciudadano

El episodio de los pitos recuerda que la transparencia no es solo publicar documentos en un portal electrónico. Es también comunicar de manera clara y proactiva a la sociedad.

La reacción inmediata de la opinión pública demuestra un cambio cultural: hoy la ciudadanía se siente con el derecho —y con la responsabilidad— de cuestionar cada peso invertido por el Estado. Ese escrutinio, lejos de ser un obstáculo, debe ser entendido como un mecanismo de vigilancia democrática que fortalece el sistema.

Lecciones a considerar

La percepción pesa tanto como la norma. Aunque un proceso cumpla con la ley, si genera dudas en la población, ya ha perdido legitimidad.

La transparencia requiere pedagogía. No basta con explicar en jerga técnica lo que se compra. Es necesario traducirlo a un lenguaje sencillo, entendible para todos.

El costo de oportunidad. Cuando un silbato parece más caro que un electrodoméstico, la comparación se vuelve inevitable. La gente se pregunta: ¿qué más podría haberse hecho con esos fondos?

El rol de la DGCP. La rápida suspensión demuestra que el sistema de contrapesos institucionales puede funcionar, pero también resalta la necesidad de fortalecer la planificación y el control previo.

Reflexión

“Un silbido valorado en 5.6 millones de pesos” quedará en la memoria colectiva dominicana como un caso paradigmático. No porque se trate del mayor escándalo financiero, sino porque resume en un objeto cotidiano —un simple pito— los dilemas de la gestión pública.

Un silbato puede ser herramienta de orden en el tránsito, pero también puede transformarse en emblema del desorden administrativo si no se justifica debidamente.

Al final, lo que este episodio enseña es que el verdadero sonido que espera la sociedad no es el de un pito metálico, sino el de instituciones que resuenen con la claridad de la transparencia y la rendición de cuentas.

La nota disonante ya se escuchó. Ahora queda ver si las autoridades afinan el proceso para que, en lugar de un eco de incredulidad, lo que se imponga sea la sinfonía de la confianza ciudadana.

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