El día dorado de las papas fritas: crónica de un mito global

 

Redacción Exposición Mediática.- Era 20 de agosto y en muchas ciudades del mundo —desde Bruselas hasta Nueva York, pasando por Buenos Aires, Ciudad de México o Santo Domingo— los restaurantes de comida rápida colgaban carteles coloridos: “¡Feliz Día Mundial de las Papas Fritas!”.

Algunos clientes sonreían incrédulos: ¿De verdad existe un día internacional para este alimento? Y sin embargo, ahí estaba, como un ritual contemporáneo que mezcla mercadotecnia, tradición gastronómica y memoria cultural.

Lo curioso es que la fecha, aunque celebrada globalmente, no tiene un origen oficial nítido. Algunos señalan campañas de la industria de la comida rápida en Estados Unidos durante los años noventa; otros apuntan a iniciativas de asociaciones europeas de productores de patatas; en la mayoría de los casos, se trata más de una costumbre adoptada por la costumbre misma, hasta quedar instalada en el calendario como si hubiera sido decretada por algún organismo internacional.

Pero más allá de esa ambigüedad, lo cierto es que el 20 de agosto nos invita a hablar de algo más profundo: la fascinación del ser humano por lo simple, lo crujiente, lo dorado.

Y de cómo un tubérculo sudamericano, domesticado hace más de 7,000 años en los Andes, terminó convertido en símbolo global de placer inmediato.

Un viaje que comenzó en los Andes

El relato de las papas fritas empieza mucho antes de que alguien echara rodajas de patata a una sartén con aceite. En realidad, comienza en la altiplanicie andina, donde culturas como los incas cultivaban cientos de variedades de papa.

Allí, este alimento era considerado sagrado: había papas de uso ritual, otras reservadas para nobles y otras destinadas a la resistencia alimenticia de los ejércitos.

Cuando los conquistadores españoles llegaron al continente, llevaron consigo este tubérculo a Europa en el siglo XVI. Al principio, no fue bien recibido: algunos lo consideraban un alimento de pobres, otros lo veían con desconfianza, incluso hubo voces que lo acusaban de transmitir enfermedades.

No obstante, poco a poco fue ganando espacio hasta convertirse en alimento esencial de poblaciones enteras, especialmente en regiones como Irlanda o Bélgica.

Bélgica, Francia y la disputa por la invención

Aquí entra uno de los capítulos más sabrosos (y polémicos) de la historia: ¿dónde nacieron realmente las papas fritas?

Los belgas defienden con pasión que fueron ellos quienes las inventaron en el siglo XVII. Según una tradición oral de la región de Namur, la gente solía freír pequeños pescados del río Mosa. Cuando el invierno congelaba las aguas y no podían pescar, sustituían el pescado por papas cortadas en tiras. Así habría nacido la frites belga, hoy patrimonio cultural reconocido por la UNESCO como símbolo nacional.

Los franceses, en cambio, afirman que las papas fritas vieron la luz en París, a orillas del Sena, en puestos callejeros del siglo XVIII. Allí se vendían como “pommes de terre frites”, delicias populares que pronto conquistaron los paladares de aristócratas y burgueses.

El debate sigue abierto. Tal vez nunca se resuelva. Pero lo que queda claro es que la fritura de papas encontró en Europa su identidad moderna, lista para conquistar el mundo.

Las papas fritas cruzan el Atlántico

Con las migraciones europeas y el auge industrial, las papas fritas llegaron a Estados Unidos. Y allí dieron un salto definitivo hacia la globalización. Restaurantes, cadenas de comida rápida y marcas icónicas como McDonald’s transformaron las fries en un acompañante indispensable del menú occidental.

El secreto estaba en su poder sensorial: el contraste entre lo crujiente y lo suave, el dorado brillante del aceite y el aroma inconfundible que, según estudios de neurociencia, activa zonas del cerebro relacionadas con el placer y la recompensa inmediata.

No era solo comida. Era marketing. Era identidad cultural. Era la promesa de felicidad servida en un cartucho de cartón.

Más allá del sabor: ciencia, nutrición y contradicciones

Aquí es donde el relato se vuelve crítico. Porque las papas fritas son amadas, pero también cuestionadas.

Desde el punto de vista nutricional, no hay duda de que son densas en calorías y grasas. La Organización Mundial de la Salud ha advertido sobre los riesgos de un consumo excesivo, vinculado a la obesidad y a enfermedades cardiovasculares.

También se ha discutido el impacto de la acrilamida, un compuesto que se forma durante la fritura a altas temperaturas y que ha generado debates en torno a su seguridad.

Pero al mismo tiempo, nutricionistas señalan que el problema no está en la papa en sí —rica en carbohidratos, potasio y vitamina C—, sino en el modo industrializado de prepararlas y en los excesos de consumo en sociedades donde el sedentarismo es la norma.

El dilema es claro: lo que en origen fue un alimento de subsistencia, hoy se debate entre la categoría de “placer culposo” y la de “enemigo público de la salud”.

La papa frita como espejo cultural

Más allá de la ciencia, las papas fritas revelan algo fascinante: son un espejo de la sociedad contemporánea.

• En Bélgica, se comen con mayonesa, símbolo de identidad nacional.

• En Estados Unidos, con ketchup, ícono de la cultura fast food.

• En Canadá, se transformaron en poutine, bañadas en queso y salsa espesa.

• En América Latina, se reinventan con sazones locales: ají en Perú, chimichurri en Argentina, queso rallado en República Dominicana.

Cada variante es una apropiación cultural, un recordatorio de cómo la globalización no borra las diferencias, sino que las multiplica.

¿Un día mundial para un alimento?

Aquí volvemos al punto de partida: el 20 de agosto como Día Mundial de las Papas Fritas. ¿Tiene sentido?

En un mundo con crisis alimentarias, con debates sobre sostenibilidad y con alarmas sobre el consumo excesivo de ultraprocesados, resulta paradójico que celebremos un producto tan cargado de contradicciones. Pero tal vez ahí está la clave: la papa frita no es solo comida, es símbolo de nuestras tensiones culturales, de nuestro deseo de placer inmediato y de nuestras contradicciones colectivas.

Celebrarla es, en cierto modo, celebrar la imperfección humana: ese impulso por buscar felicidad en lo sencillo, aun sabiendo que puede no ser lo mejor para nosotros.

Epílogo: entre la crocancia y la reflexión

El 20 de agosto seguirá marcando calendarios de redes sociales, restaurantes y campañas de mercadeo. Pero detrás de cada mordida crujiente hay una historia más profunda: la de un tubérculo sagrado de los Andes, la de un debate europeo nunca resuelto, la de una globalización que convirtió un bocado en patrimonio universal.

Quizá lo interesante no sea preguntarnos quién inventó las papas fritas o cuándo se institucionalizó su día mundial. Tal vez la pregunta sea otra:

¿Qué nos dice esta fascinación colectiva sobre la forma en que buscamos placer, identidad y comunidad en un mundo cada vez más fragmentado?

La próxima vez que alguien muerda una papa frita el 20 de agosto, tal vez, sin saberlo, también esté participando en ese debate silencioso.

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