Redacción Exposición Mediática.- 1985: El mundo todavía se movía entre las luces de neón y la resaca de la música disco, mientras la nueva ola del pop sintetizado inundaba las radios con melodías pegajosas y coros imposibles de olvidar.
En medio de esa jungla sonora, un tema irrumpió con la fuerza de un grito selvático: “Tarzan Boy”, el sencillo debut de la banda italiana Baltimora.
El rugido característico —ese “oh-oh-oh-oh-oh”— se convirtió en un mantra generacional. La canción no necesitaba traducción ni contexto; su lenguaje era universal: el de la evasión, la fiesta y la fantasía. Así nació un fenómeno musical que, cuatro décadas después, sigue resonando como un eco travieso en el imaginario colectivo.
La génesis de un hit inesperado
Baltimora no era una banda al uso. En realidad, era un proyecto musical ideado por Maurizio Bassi, productor y compositor italiano, junto a la letrista Naimy Hackett. Para darle rostro al proyecto, eligieron a un carismático joven norirlandés, Jimmy McShane, quien había trabajado como bailarín y coreógrafo.
El resultado fue una fórmula explosiva: un look llamativo, una voz grave y enigmática (aunque no siempre fuera McShane quien cantara en el estudio), y una canción construida con todos los ingredientes de la época: sintetizadores envolventes, un beat constante y un estribillo diseñado para quedarse tatuado en la memoria.
La letra, más que una narrativa, era un pretexto. “Tarzan Boy” no pretendía contar una historia profunda; era un viaje escapista hacia una selva imaginaria donde lo importante no era el significado, sino el sentimiento de libertad. Esa cualidad etérea y despreocupada sería precisamente la clave de su permanencia.
El mundo de 1985: jungla urbana y videoclips
Para comprender el impacto de “Tarzan Boy”, hay que situarse en 1985. La televisión musical, liderada por MTV, estaba en pleno auge. Un videoclip pegadizo podía catapultar una canción a las listas internacionales en cuestión de días. Y Baltimora lo entendió bien: Jimmy McShane, con su sonrisa desbordante y sus bailes contagiosos, dio vida a la jungla electrónica de la canción en un video lleno de colores, coreografías y un aura kitsch que hoy resulta entrañable.
La propuesta funcionó. En Europa, el tema escaló rápidamente posiciones, llegando al Top 10 en países como Alemania, Francia, Países Bajos y Reino Unido. Pero lo verdaderamente sorprendente fue su desembarco en Estados Unidos, donde alcanzó el puesto 13 en el Billboard Hot 100. Para una producción italiana en inglés, ese logro fue casi un milagro.
En República Dominicana, el contagio llevó al popular locutor El Súper Frank (nombre de pila Frank Moya) a grabar su propia versión en español, aprovechando el momentum global de la canción y su incuestionable pegada radial.
“Tarzan Boy” se convirtió en un pasaporte global para Baltimora, que de la noche a la mañana pasó de ser un proyecto experimental en Italia a un fenómeno mundial.
La fiebre del grito selvático
Parte de la magia de la canción residía en lo inesperado: ese coro selvático, un “grito de Tarzán” sintetizado que se repetía como un eco hipnótico. En los clubes nocturnos, la reacción era instantánea: el público levantaba los brazos y lo coreaba al unísono.
A diferencia de otras canciones que se apoyaban en letras románticas o melancólicas, “Tarzan Boy” proponía una experiencia más física que intelectual. Era un tema diseñado para la pista de baile, para soltar las preocupaciones cotidianas y entregarse al desenfreno del momento.
Con los años, ese rugido se transformó en un símbolo reconocible, usado en comerciales, películas y remezclas que reactivaron su popularidad cada cierto tiempo.
Remezclas y resurrecciones
En 1993, cuando la cultura pop atravesaba la transición hacia el eurodance y la música electrónica dominaba Europa, “Tarzan Boy” resurgió con una remezcla oficial que lo volvió a colocar en las discotecas.
Pero su segundo gran impulso vino del cine. En 1993 fue incluido en la película Teenage Mutant Ninja Turtles III, lo que lo acercó a una nueva generación de adolescentes.
Años más tarde, su energía inconfundible reapareció en otras producciones audiovisuales, comerciales publicitarios y recopilatorios de música ochentera.
Ese fenómeno de “resurrección periódica” lo convirtió en algo más que un simple one-hit wonder. Si bien Baltimora no logró replicar el éxito con otros sencillos, “Tarzan Boy” quedó inmortalizado como un emblema pop capaz de trascender el paso del tiempo.
De hecho, del álbum «Living in the Background» donde estaba la canción, se lanzaron los sencillos posteriores «Woody Boogie«, el track titular «Living in the Background» y
«Juke Box Boy«.
Hubo un segundo y final álbum titulado «Survivor in Love» (1987) del cual se desprendieron los sencillos «Key Key Karimba«, «Global Love» y «Call Me in the Heart of the Night«, pero la disquera únicamente lo promovió en mercados selectos y por tal razón, pasó inadvertido a nivel de masas.
La sombra de Jimmy McShane
Detrás del brillo mediático hubo también una historia más íntima. Jimmy McShane, la cara visible de Baltimora, no disfrutó de una carrera prolongada. Tras la disolución del proyecto, regresó a Irlanda, donde vivió alejado de los focos.
Su vida estuvo marcada por la enfermedad: McShane falleció en 1995, a los 37 años, víctima del sida. Su historia, trágica y breve, contrasta con la alegría eterna de la canción que lo hizo famoso. De alguna manera, “Tarzan Boy” quedó como un homenaje involuntario a su vitalidad, a esa sonrisa que encarnó durante unos años el espíritu ligero de los ochenta.
El eco en la cultura pop
Lo fascinante de “Tarzan Boy” es que no se quedó anclado en el recuerdo nostálgico de quienes lo bailaron en 1985. Su presencia ha sido constante, adaptándose a nuevos contextos:
Cine y TV: desde Ninja Turtles hasta comerciales de bebidas y videojuegos, la canción ha sido un recurso para evocar diversión y exotismo.
Versiones y covers: artistas de diferentes géneros, desde dance hasta rock, han reinterpretado su grito icónico.
Memes y cultura digital: en la era de internet, “Tarzan Boy” se ha convertido en un recurso sonoro para videos virales, confirmando que su poder hipnótico no se limita a un tiempo específico.
Cuarenta años después: el legado
Tras 40 años desde su lanzamiento, “Tarzan Boy” se escucha de una manera distinta. Ya no es solo la canción que irrumpió en los clubes ochenteros, sino un símbolo de la capacidad de la música pop para ser atemporal.
La industria ha cambiado, los formatos de consumo han mutado del vinilo al streaming, pero hay algo en ese coro juguetón y en esa melodía escapista que sigue conectando con oyentes de todas las edades.
¿Su secreto? Tal vez la honestidad de su simpleza. En un mundo donde la música muchas veces busca complicarse o reinventarse, “Tarzan Boy” ofrece un refugio: tres minutos de libertad desbordada, de fiesta sin remordimientos.
Reflexión: Lo ligero que se vuelve eterno
Podría pensarse que canciones como “Tarzan Boy” son fuegos artificiales condenados a desvanecerse tras unos meses en las listas. Sin embargo, la historia demuestra lo contrario. A veces, lo que parece ligero termina por convertirse en un legado profundo.
“Tarzan Boy” nos recuerda que la música no siempre necesita una gran narrativa ni una carga intelectual para trascender. Su fuerza radica en lo visceral, en lo inmediato, en ese rugido que, al escucharlo, despierta algo primal en todos nosotros.
Y quizá ahí esté su verdadero triunfo: haber sobrevivido a modas, formatos y generaciones, sin perder su capacidad de hacer bailar, sonreír y evocar libertad.
Cuatro décadas después, su eco sigue resonando, como un Tarzán digital que se niega a abandonar la jungla del pop.