Por Robinson Garabito
Hay personas que nacen con cualidades excepcionales las cuales van desarrollando con el pasar de los años. Son aquellos que sobresalen por encima de los demás.
Los hay en los negocios, la política, la abogacía y en distintas áreas de la vida. Joaquín Balaguer, por ejemplo, era tenido por sus adversarios políticos, como un político sagaz, astuto y muy audaz.
Sus acciones, aún fueran llevadas a cabo con las mejores intenciones, a menudo generaban cierta desconfianza en los políticos de la oposición, quienes dudaban de todo cuanto hacia y decia el viejo caudillo político.
Hace unos años unos colegas me hicieron el honor, muy inmerecido, de invitarme a formar parte de un caso que estaban llevando. Recuerdo que en la barra contraria había uno de esos abogados con condiciones excepcionales, podría decir, sin temor a equivocarme, un tanto similares a las del doctor Balaguer.
Ese abogado tenia fama de ser lo suficientemente hábil y astuto, y, sobre todo, de salirse siempre con las suyas, tomando decisiones y llevando a cabo acciones (siempre dentro del marco que permite la ley, por lo menos eso parecia), que casi siempre le daban la victoria.
Una tarde ese abogado nos notificó un acto de alguacil cargado de una aparente ingenuidad, que por más que lo analizamos y por más vueltas que le dimos, en las más de veinte reuniones que sostuvimos en horas interminables (literalmente), no logramos entender qué se traía entrenamos el brillante abogado, o cuál era realmente su estrategia.
Ya cansados de rompernos la cabeza sin poder arribar a una conclusión satisfactoria, que nos permitiera por lo menos entender el porqué nos había hecho semejante notificación, sobre todo, repito, tomando en cuenta lo astuto y sagaz que era ese abogado, todos decidimos rendimos..y frustrados optamos por reconocer que su brillantez ciertamente que nos superaba a todos. Ya que ese documento que nos fue notificado era una especie de Caballo de Troya, que terminaría por hacernos fracasar.
Entrada la noche de aquella que prometimos sería la última reunión que sostendríamos. Estando ya en la puerta de salida de la oficina, la esposa de uno de los colegas que había llegado a la oficina a buscarlo, luego de salir del trabajo y de haber recogido sus hijos en el colegio, se le ocurrió decir: ¿y si fue que ese abogado se equivocó.?
Todos nos miramos y nos reímos. «Es que no puede ser», dijo uno de los colegas de pie y con el acto de alguacil en la mano, al tiempo que se movía eufórico de un lado para otro de la oficina «¿Y por qué no?», preguntó otro.
Y ciertamente era eso lo que había sucedido: El brillante abogado se había equivocado y sin darse cuenta nos había suministrado la prueba que necesitábamos para poder ganar aquella demanda.
Pero en nuestras mentes acostumbradas a admirar la capacidad, la sagacidad y la destreza de ese brillante abogado, no había espacio para que existiera tal posibilidad. No podíamos imaginarnos que algo como eso podría suceder porque solamente lo analizamos como una estrategia de su parte o una especie de ardid con el único fin de que pudiéramos morder algún anzuelo envenenado.
Pero ella, la esposa del colega, no lo conocía, no tenía la más mínima idea de quién se trataba, y por eso en su mente bien podría existir esa posibilidad.
Recuerdo que remató su afirmación diciendo: Él es humano y los humanos nos equivocamos. En ese momento de emociones colectivas me llegó a la memoria una frase que pronunció en una ocasión el doctor Joaquín Balaguer: «Mis contrarios me temen tanto, que hasta cuando me equivoco lo ven como una estratagema«.