Con el sello, la voz y la memoria de Hugo Guerrero
Dicen los sabios que los pueblos se reconocen no solo por sus calles, ni por sus parques, sino por esas frases que se escapan entre un guagüero en apuro, un panadero en rebeldía, o un borrachón filosófico que encuentra inspiración en una esquina cualquiera. Y La Romana, ¡ay mi madre!, si algo tiene es lengua propia y memoria colectiva. Vamos a recordar:
1. El pastelero rebelde.
Aquella vez que los cascos blancos quisieron apagar la huelga del 63, lo que quedó para la historia no fue el pliego de demandas del sindicato, ¡no señor!, sino el grito sabroso del pastelero del barrio: “¡Oye mira, llegaron ellos, rellenitos de carne y huevo!”. Y así, una revolución que pudo quedar en los libros de historia terminó convertida en receta popular.
2. Norberto… ¿me entendiste?
El compadre Martín La B monopolizó la esquina de La Voz de La Romana. No había discusión, pleito o chisme que no terminara con ese sello verbal: “me entendiste”. Al punto que, si algo no se entendía, era porque no había pasado en La Romana.
3. Macorí, macorí, macorí a medio pai
De Bienvito Berrelle no quedó el sonido del motor de la guagua, sino su estribillo eterno. Y en las curvas del 14, los pasajeros sabían que no manejaba un chofer, sino un animador de juego olímpico. “¡Acuéstala Livino!” decía, y medio pueblo se agarraba del asiento, sabiendo que llegaban entero a San Pedro solo por milagro, o por costumbre.
4. La tabla es mía
En 1971, cuando Motorama convirtió el Parque Duarte en escenario de circo, emergió un mito que nadie olvidó: Mr. Arthur The Table. Entre saltos, pitos y humo de gasolina, se escuchó fuerte y claro: “¡La tabla es mía, dejenmela!”. Hoy es empresario y hombre de finanzas, pero para la memoria romanense siempre será el artista de la tablita rebelde.
5. Flor del Este
Y llegó Marañao, con su voz quebrada pero firme, a ponerle estampa poética a la ciudad: “El pueblo más joven del Este es éste…”. Palabras que adornaron la campaña de Barceló y que todavía resuenan como un brindis de ron bien servido: no solo era un slogan, era identidad.
Epílogo
Con razón decía Hugo Guerrero, el locutor insigne, que un pueblo sin anécdotas es como una emisora sin micrófono: no se escucha.
La Romana sigue sonando porque su gente convirtió lo cotidiano en refranes eternos. Entre panes de huelga, guaguas desbocadas, compadres benditos y tablas rebeldes, aprendimos a reírnos de todo, incluso de nosotros mismos.
Y eso, queridos romanenses, es la cultura viva: memoria popular en estéreo, con mucho tumbao, ¿me entendiste?