Redacción Exposición Mediática.- La reciente condena de siete años de prisión al empresario Alexis Medina Sánchez, declarado culpable de soborno, estafa contra el Estado dominicano, lavado de activos y asociación de malhechores, ha reavivado un debate latente y sensible: la disparidad entre la magnitud de ciertos delitos y las penas impuestas.
Con un estimado de perjuicio económico cercano a los cuatro mil millones de pesos, el caso se inscribe como uno de los procesos judiciales más mediáticos de los últimos años.
Medina Sánchez, detenido con medida coercitiva en diciembre de 2020, enfrentó un juicio de fondo que inició en septiembre de 2023, culminando en el día de ayer.
Tras un proceso extenso, que arrojó una sentencia —para muchos— más allá de chocante ante las expectativas ciudadanas: siete años de prisión.
Dicho fallo provocó en la opinión pública una percepción como uno de los mayores esquemas de corrupción estatal de la historia reciente.
La reacción social: decepción y escepticismo
En redes sociales, medios y conversaciones cotidianas, la reacción ha sido casi unánime: decepción. Para un amplio sector de la población, la pena impuesta es percibida como insuficiente frente a la gravedad de los delitos.
La indignación colectiva no radica únicamente en la duración de la condena, sino en la lectura más amplia que hace el ciudadano común: que el sistema judicial es más benevolente con los acusados de cuello blanco que con aquellos implicados en delitos menores.
Esta percepción no es nueva. Históricamente, en República Dominicana —y en muchos otros países— las condenas severas recaen con frecuencia sobre infractores de menor capacidad económica o política, mientras que los procesos contra figuras con influencia suelen tener desenlaces menos rigurosos.
El Ministerio Público y la apelación
El Ministerio Público ha manifestado su inconformidad con el fallo y ha confirmado que apelará la sentencia.
Esta acción podría resultar clave para enviar una señal de firmeza a la ciudadanía, aunque la confianza ya está golpeada.
Las apelaciones, sin embargo, conllevan procesos largos y a menudo complejos, lo que mantiene en vilo a quienes esperan un ajuste en la pena.
Sentencias, justicia y credibilidad
El desafío central no es únicamente que las penas sean proporcionales a la magnitud del daño causado, sino que la ciudadanía perciba que lo son.
La credibilidad de las instituciones judiciales depende en gran medida de esta percepción. Cuando la brecha entre la expectativa social y el fallo judicial es amplia, la erosión de la confianza es inevitable.
Casos de alto perfil, como este, ponen a prueba la fortaleza de las instituciones y exponen tensiones entre lo que dicta la ley, lo que interpreta un tribunal y lo que la sociedad entiende como justo.
El sentimiento generalizado de que “en este país robar mucho sale barato” es un síntoma de un problema estructural: la falta de sintonía entre justicia formal y justicia percibida.
Más allá del caso Medina Sánchez
El debate trasciende al protagonista de este caso. Lo que está en juego es la capacidad del Estado de imponer sanciones ejemplares que sirvan de disuasión real para futuros infractores.
Las penas suaves, en delitos que involucran miles de millones de pesos, transmiten un mensaje equivocado: que el costo de delinquir puede ser absorbible para quienes tienen recursos y conexiones.
Un sistema judicial que aspire a ser respetado y temido por igual debe cuidar que su accionar no deje margen a lecturas de favoritismo, ni a la percepción de que existen dos varas de medir: una para el ciudadano común y otra para las élites.
Síntesis
La sentencia contra Alexis Medina Sánchez no se lee únicamente en términos jurídicos. Se lee también como un reflejo de cómo la justicia es vivida y valorada por el pueblo dominicano. Y hoy, esa lectura deja un sabor amargo.
El reto para las autoridades —judiciales y políticas— no es únicamente aplicar la ley, sino lograr que cada fallo sea entendido por la ciudadanía como un acto de justicia real, proporcional y ejemplar.
De lo contrario, el desencanto seguirá minando la legitimidad de las instituciones y perpetuando la peligrosa sensación de que la corrupción, aun a gran escala, puede tener consecuencias manejables.